martes, 24 de septiembre de 2013

La madre de todas las ladillas


 Sala Zero (Tarragona), 7 de septiembre de 2013. Ni sé cuánto tiempo hacía que no iba a un concierto sin conocer ni un tema de la banda, y mucho más a uno que, además de no conocer a la banda, fuera de pago. Así que dudé unos instantes cuando mi amigo Jordi me propuso ir a ver a Mamá Ladilla en la Sala Zero. Pero como ese fin de semana estaba de Rodríguez, me apunté al bombardeo y compré las entradas. Luego me hice con su último disco, Jamón Beibe (2010), y he de reconocer que no logré darle una escucha completa: el punk nunca ha sido mi fuerte, y fui incapaz de tragarme de una sentada los 17 cortes que lo componen. Pero bueno, llegó la fecha, y ahí fuimos, a ver qué ofrecían en directo los madrileños.

La cosa empezó bien. Para abrir boca, se encargó de animar el ambiente el cantautor autóctono Oscárboles, que con sus canciones gerontofílicas y de trasplantes de culo arrancó las primeras carcajadas al respetable.

Luego entró en escena el grupo protagonista, con un sonido espectacular y contundente que inundó la sala. No sé si "punk" es la etiqueta adecuada para definir a la banda, porque el savoir faire de este power trío va mucho más allá de los cuatro acordes que caracterizan a la mayoría de representantes del género. Y es que, instrumentalmente, los Mamá Ladilla son una bestia policéfala que se nutre tanto del punk-rock como del metal, el blues o hasta del country. Pero son las letras las que caracterizan a la madre de todas las ladillas. Humor, sexo, escatología, cinismo, crítica social, iconoclasia, surrealismo, nihilismo... Todo cabe en la lírica de Juan Abarca y los suyos, que interpretaron canciones con títulos tan explícitos como La polla de mi jefe o Cunniligus post mortem, además de algunos de sus clásicos como Primavera o Chanquete ha muerto.


Desmadre total, pues, en la hora y media larga de concierto, que terminó con el bajista interpretando los últimos temas con sólo tres cuerdas y con el flemático Abarca también reventando una en el último suspiro del bolo. Pero no era cuestión de cortar el torrente de fiesteo y decibelios para ponerse a reponer cuerdas. Y al final, ovación del público, gran noche la de aquel día, ganas de repetir en cuanto vuelvan a dejarse caer por estos lares y, ahora sí, ya soy capaz de escuchar el Jamón Beibe enterito.




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