El 2008 languidece a toda prisa, y no quería que expirara sin celebrar el 25 aniversario de una efeméride que fue muy importante para mí. Era julio de 1983. Yo contaba con 11 añitos, y disfrutaba como un loco con las dos cintas del Rock&Ríos, el doble disco en directo de Miguel Ríos, que no dejaba de poner en mi reproductor de cassette. Como es lógico, en mi (corta) vida nunca había asistido a un concierto de rock. Y de pronto, Tarragona se vio invadida por carteles anunciando el paso por la ciudad de la gira más espectacular de la historia de España hasta la fecha: El rock de una noche de verano. De teloneros, unos clásicos: Leño, y una joven promesa que recién empezaba: Luz Casal. Lugar: la Plaza de Toros. Precio: 800 pesetas (si no recuerdo mal). ¡Y con iluminación láser!
Con mi escasa edad, se me hacía impensable poder asistir a tan magno evento. Pero cuando mis tíos me dijeron que iban a ir y me propusieron que fuera con ellos, se me abrió el cielo. Tras un cuarto de siglo, aun recuerdo decenas de detalles de lo que fue aquella noche para mí: la camiseta que llevaba puesta (una azul con la "S" de Superman); la zona aproximada donde estábamos sentados (bajar a la arena, con tanto peludo suelto, era impensable); las baratijas que vendían los vendedores entre las gradas (unos collares de plástico rellenos de un líquido fluorescente); la "iluminación láser" (unos finos rayos verdes que surgían en contadísimas ocasiones de la parte superior del escenario); los vasos de refrescos (con el logotipo de la gira y el del patrocinador, KAS Limón); mi impaciencia mientras sonaban los teloneros; y, sobretodo, el subidón al aparecer Miguel Ríos y su increíble banda.
Los temas que más me gustaban del Rock&Ríos se sucedieron (Bienvenidos, Santa Lucía, Los viejos rockeros nunca mueren, Banzai...), intercalados con otros más nuevos, del disco que daba título a la gira (No estás sola, El rock de una noche de verano...). Completamente alucinado, no dejé de saborear ninguna de las canciones del cantante granadino y los suyos. Al principio no despegaba mi culo del asiento, pero al rato, y venciendo mi timidez infantil, no pude evitar levantarme y saltar al ritmo de la música que tronaba por la Plaza de Toros. La experiencia terminó con el Himno a la Alegría, acompanañado de fuegos artificiales que iluminaron la noche tarraconense y mis ojos que se salían de sus órbitas.
Llegué a casa casi en trance, y creo recordar que cuando mis padres me preguntaron qué tal había ido, sólo era capaz de repetir ¡Muy bien, muy bien, muy bien!. Me costó lo mío dormirme, y cuando finalmente lo hice, el Himno a la Alegría aun resonaba en mis oídos. ¡Qué noche la de aquel año!.