Una vieja canción (1 de 4)
 Cuando el ejército entró en Phnom Penh, todo el mundo salió a la calle a  recibirlo. La avenida principal era un mar de banderolas rojas,  ondeando para saludar a los que nos habían liberado de años de  corrupción y despotismo. Mis padres, mi hermana y yo también fuimos. Llevábamos vestidos nuevos y brillantes, que habíamos tomado  prestados de la tienda de papá. Todos sonreíamos y vitoreábamos a los  soldados khmer, que marchaban entre la multitud con aire  triunfal. Era el 17 de abril de 1975. Yo tenía once años; mi hermana,  catorce.
Cuando el ejército entró en Phnom Penh, todo el mundo salió a la calle a  recibirlo. La avenida principal era un mar de banderolas rojas,  ondeando para saludar a los que nos habían liberado de años de  corrupción y despotismo. Mis padres, mi hermana y yo también fuimos. Llevábamos vestidos nuevos y brillantes, que habíamos tomado  prestados de la tienda de papá. Todos sonreíamos y vitoreábamos a los  soldados khmer, que marchaban entre la multitud con aire  triunfal. Era el 17 de abril de 1975. Yo tenía once años; mi hermana,  catorce.
Pero la ilusión pronto dio paso al desconcierto. Las  cuarenta-y-ocho horas posteriores fueron días extraños, cuando las  tropas nos obligaron a abandonar nuestros hogares para marcharnos al  campo. Los soldados entraban en las casas, con las metralletas colgando  del hombro, y nos alertaban de un inminente bombardeo de los aviones  norteamericanos. La ciudad había dejado de ser segura, y debíamos salir  de ella cuanto antes. Además, decían, el espíritu de la Revolución  residía en el campo, cultivando la tierra de la manera tradicional, y  alejándose de la decadencia de la urbe. Mis padres tuvieron que cerrar  la tienda, y con las pertenencias más esenciales subimos a un autocar en  el lateral del cual habían pintado burdamente una estrella roja. Dentro  descubrimos a varios de nuestros vecinos apretujándose en los asientos y  con el temor dibujado en el rostro.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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