Vivíamos en una barraca destartalada, con una sola habitación que servía de comedor, cocina y dormitorio para los cuatro. La mayor parte de nuestra comida la obteníamos de un pequeño huerto y de una vaca esquelética que nos habían entregado al llegar al asentamiento. No se fundó ninguna escuela: el capitán que lo gobernaba afirmaba que nuestras manos serían más útiles para la nueva República de Camboya si las usábamos para arar la tierra. Prohibieron la música, la danza, y cualquier otra tradición previa a la Revolución, así como asistir a ceremonias religiosas. Por la noche, al acostarnos, mamá nos decía que rezáramos hacia adentro, sin hablar y sin hacer ofrendas a Buda.
Un día, un convoy de soldados llegó para vigilar el asentamiento. Lo primero que hicieron fue detener a los monjes, y llevárselos en camiones. Mamá nos decía que los trasladaban a otro lugar, probablemente a los templos de la ciudad, donde serían más útiles que en la improvisada aldea. Pero después se llevaron a los médicos, y a los profesores, y a cualquiera que tuviera estudios. Decían que estaban contaminados por el régimen anterior, y que su mala influencia nos podía perder. Nos aseguraban que se los llevaban para reeducarlos, y que regresarían tan pronto hubieran olvidado sus antiguos hábitos. Los militares iban casa por casa, y preguntaban si conocíamos a alguien que supiera francés, o que diera clases, o que llevase gafas antes de la Revolución. Mi hermana me pedía que no dijera nada, pues afirmaba que los soldados mataban a todos los que se llevaban. Yo no la creía, estaba convencida que los que se habían ido en camiones militares volverían al cabo de unos días. Pero no lo hacían. Pasaban las semanas, y nadie que hubiera sido capturado regresaba. Por la noche oíamos a los soldados reventando las puertas, y gritos silenciados a golpe de fusil. Al día siguiente encontrábamos, llorando, la esposa del que habían hecho preso. A menudo, frente a la puerta, había un charco de sangre.