Una vieja canción (3 de 4)
Pasaron los meses. La estación seca se había mostrado inclemente, y el huerto a duras penas producía para alimentarnos y pagar los impuestos que reclamaban los militares. La vaca había enfermado, y al no haber ningún veterinario en la zona, murió a los pocos días. Por primera vez en nuestra vida, mi familia pasaba hambre. Mis padres habían envejecido años en poco tiempo, y las mejillas de mi hermana parecían de mármol en lugar de mostrar los colores de la adolescencia. Pese a todo, nos podíamos considerar afortunados. Muchas familias habían sufrido la desaparición de padres y hermanos a manos de los khmers rojos, y sin médicos, la gente moría a diario por cualquier enfermedad común.
Pero, contra todo pronóstico, el día que empezó la época húmeda trajo una brizna de esperanza al asentamiento. Con el alba llegó el primer aguacero, que limpió el aire y regó las tierras sedientas. Hacía semanas que no desaparecía ningún habitante de la aldea, y los militares parecían más relajados, holgazaneando y charlando por los calles de tierra. De buena mañana mis padres se fueron al arrozal. Yo me quedé en la cabaña, secando el agua que se había colado por las goteras del tejado. Por la ventana entraba la voz de mi hermana, que cantaba una vieja canción mientras sustituía los brotes marchitos por semillas sanas. Las primeras lluvias auguraban una buena cosecha, y había que aprovecharlas.
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