Llorando bajo la lluvia
El Chaltén, Patagonia argentina. 27 de noviembre de 2010. Dios nos cría y el viento nos amontona, reza la versión patagónica del refrán Dios los cría y ellos se juntan. En El Chaltén, el viento es protagonista de la vida diaria, un viento huracanado que sopla día sí y día también, que doblega árboles y obliga a los montañeros a agarrarse a las rocas si no quieren despeñarse ladera abajo. Por suerte, hoy empieza a arreciar cuando ya he terminado la espectacular caminata a la base del Fitz Roy y estoy de vuelta en el pueblo, una pequeña localidad de unos cientos de habitantes que lucha con más ahínco que éxito para que el turismo de masas no acabe con su alma remota y alternativa.
Un par de cafeterías, algunos restaurantes y varias tiendas de recuerdos se extienden por la calle principal, todas casi vacías por ser temporada baja y por lo fronterizo de la hora, a caballo entre la merienda y la cena. El viento me encoge las espaldas y me arranca lágrimas de los ojos, así que busco un lugar para refugiarme hasta que el ciclón se calme. Entro a la tienda de souvenirs más próxima, donde el dependiente, de pelo largo recogido en una cola y con una camiseta de Airbourne, trastea distraído en el ordenador del mostrador. Le saludo y empiezo ojear las estanterías repletas de baratijas. Y de repente, unas notas suenan por los altavoces del establecimiento, y ya no puedo fijarme en las tazas de cerámica, ni en las bolas de cristal donde cae nieve al agitarlas, ni en las artesanías Made in China. Sólo puedo quedarme quieto, y disfrutar de un tema que hacía años que no oía, y que aún hoy me sigue poniendo la piel de gallina.
¿Existe una canción mejor?