
Pero la ilusión pronto dio paso al desconcierto. Las cuarenta-y-ocho horas posteriores fueron días extraños, cuando las tropas nos obligaron a abandonar nuestros hogares para marcharnos al campo. Los soldados entraban en las casas, con las metralletas colgando del hombro, y nos alertaban de un inminente bombardeo de los aviones norteamericanos. La ciudad había dejado de ser segura, y debíamos salir de ella cuanto antes. Además, decían, el espíritu de la Revolución residía en el campo, cultivando la tierra de la manera tradicional, y alejándose de la decadencia de la urbe. Mis padres tuvieron que cerrar la tienda, y con las pertenencias más esenciales subimos a un autocar en el lateral del cual habían pintado burdamente una estrella roja. Dentro descubrimos a varios de nuestros vecinos apretujándose en los asientos y con el temor dibujado en el rostro.
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