Además, en el oficio de cantautor, hacer llorar es fácil: hablas de una madre a la que se le ha muerto el hijo por escorbuto, peste bubónica, paperas y sobredosis de Petazetas, y todo el público acaba con lágrimas en los ojos. Y si no lo hace, es que todos son una panda de insensibles que no tienen ni corazón ni entrañas. Pero hacer reír es mucho más difícil. Y encima, si no lo consigues, la culpa es tuya, que no tienes ni pizca de gracia.
Pero Quim es un maestro en el noble arte del cachondeo, y a los pocos minutos, gracias a una mordacidad y una desfachatez irresistibles, ya tenía al respetable en el bolsillo (no hacía falta demasiado espacio, todo sea dicho). El estar en familia le hizo sentirse muy suelto (sin malinterpretaciones), y ofreció un show delirante, en el que el descojone fue el principal protagonista. Este atípico cantautor combina larguísimas peroratas con temas de sus tres álbumes, mezcla ragtime con rumba y blues con rancheras, interrumpe al pianista (el sufrido y mal pagado Abel Boquera, cobre lo que cobre), maldice por los codos, se acuerda de lo más sagrado, y se ríe del mort i del qui el vetlla, como decimos en Cataluña.
Así que, en total, y para grata sorpresa del que suscribe (que se temía una duración reducida), más de dos horas de música, barbaridades, risas y cachondeo. Y al final, homenaje al gran Joan Capri, vítores, aplausos, y a dormir con agujetas en las abdominales, de tanto desternillarse. Si alguno de los paseantes de esta calle del Bourbon está de bajón y Quim Vila toca cerca de su casa, que no lo dude: que use los antidepresivos para abonar las plantas (que verá qué hermosas se le ponen) y que vaya al concierto. Satisfaction Guaranteed.
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